Suponte que una mañana, mientras paseas al perro para que haga sus necesidades, se te acerque una señora y te diga:
–Buenos días, estoy buscando a un asesino, ¿es Vd?
O también, podríamos imaginar:
–Muy buenas, estoy buscando a un señor que tiene un perro como el suyo, ¿es Vd?
Este tipo de preguntas, entre tantas de esta índole, nos llevan a un posible diálogo, si es que compartimos código lingüístico y un mínimo de cordura, a una solución verbal del malentendido que ocasionó el encuentro entre la señora y el paseante del perro.
Después cada cual a su respectivos asuntos y aquí paz y allí gloria.
La cosa sería tremendamente peor, si no se produjese el diálogo, de la que incrimina una acción nefasta sobre alguien que ni la sabe ni se la supone. O lo que es lo mismo: el paseante sería acusado de un suceso que nunca cometió ni conoció pero sin la posibilidad de resolver felizmente el entuerto.
Si te acusan y te lo dicen, siempre puedes enviar a la mierda al acusador en su presencia, si es que no se atiene al sentido común. Y te quedas muy a gusto y enterado del tipo de sujeto que acabas de conocer. En caso contrario eres un ser indefenso que ha sido juzgado y sentenciado por otros sin posibilidad de enviarlos a la mierda en caso de no haber podido razonar con el atrevido acusador.
Para algunas personas, todos los perros son iguales… y sus dueños también. Pues ni todos los políticos son unos sinvergüenzas, ni todas las señoras son ñoñas, ni todos los señores con sombrero son calvos, lleven o no lleven perro en sus paseos.
La estupidez humana es inimaginable, también la bondad. Vayamos en busca de la segunda posibilidad en el quehacer diario.